Hay quien dice que para ser un tipo civilizado, un seductor e incluso una persona interesante basta con aprender bailes de salón.
Quienes esto sostienen se apresuran a cumplimentar esta sentencia poniendo sobre el tapete la elegancia y buena disposición de las mujeres, el peinado engominadamente urbano de los hombres y sobre todo esos poderosos quiebres que hacen las delicias de los monsergueros.
Si usted intenta estos quiebres en su casa pronto tendrá dolores generales y su vida se acortara ostensiblemente por los dolores de cuello y las jaquecas.
Los bailes de salón no comienzan, fluyen cuando la música se les viene encima a los danzantes. Terminan donde al musicalizador se le ocurre, obligando a los supuestos bailarines a cerrar su coreografía como han ensayado.
Esto hace que ese baile delicioso, esa pátina cuasi divina que le imponía Fred Astaire a su baile, sea copiado por estos partiquinos, como un chimpancé que intentara vanamente hacer burlas a un ángel, sin entender lo que hace.
Muertos los grandes maestros, los que les siguen son solo ritualistas de un misterio que desconocen absolutamente: el de llevar el ritmo con gracia, ligereza, elegancia y facilidad.
Ponga a prueba a un bailarín de salón con ritmos varios. El pobre desgraciado intentara en vano seguir una oscura progresión mental de las muchas que conoce, intentando encajarla como se encajan las piezas de un Tetris dentro de una melodía.
Lo verá a un costado de la pista probando subrutinas como un ordenador al que le hubieran fallados los circuitos lógicos.
Esto no es lo mio, dirá, luego de abandonar despechado el salón, mientras suena una chacarera.
Para bailar amigos, solo hace falta sentir la música y dejar que los pies se vayan solos.
¡Que tanto, un dos tres cuatro ni ocho cuartos...!
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