El maestro Bradbury acaba de irse en un cohete. Lo estaba construyendo en el patio de su casa, en silencio. Y nos ha dejado solos, solos con sus palabras y sus cuentos. Con sus humanamente extraños alienígenas y sus pueblos donde nunca pasa nada, llenos de magias, jarras y de vinos del estío. Con sus ciudades de cristal refulgentes en la noche marciana y sus exiliados, que miran siempre al tercer planeta, el de su niñez. Adiós Maestro. Los seres sensibles que se sienten a gusto en los pueblos marcianos y los mexicanos, los extraterrestres postizos que alguna vez fuimos —aquellos que abandonamos la tierra de la infancia para sumergirnos en el país de octubre en busca de las doradas manzanas del sol, arropados por tus marcianas crónicas— honraremos tu memoria, esa memoria oral infalible de Farenheit 451 , del anciano interminable en El gran abismo de Chicago , del último marciano en la cuarta expedición, el malogrado Spender.
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