Dicen que el miércoles se Murió Salinger, el hombre que escribió El guardian en el Centeno, que hizo vivir a Holden Caulfied, a Seymour, a Buddy a Franny y Zooey Glass. El hombre que vivía recluido en una cabaña que guardaba su intimidad, sus letras y lo protegía del despiadado mundo sin control capaz de dañar a sus protagonistas favoritos.
Tenia 91 años, la misma edad de mi abuela cuando murió en Noviembre.
Yo que soy un payaso burlón, uno que aspira a comediante no encuentro las palabras adecuadas para tributarle un homenaje.
Muchos escribirán sobre el. Posiblemente salgan a la luz algunas obras nuevas, guardadas hace tiempo. Este blog y su hermano La bata de Lusiardo nacieron con una premisa que ahora redescubro recordando mal: el consejo de Seymour Glass a sus hermanos menores, prodigios de la radio un poco hastiados de todo, tal como lo describe Zooey Glas en uno de los libros que más quiero de Salinger: Franny y Zooey.
Transcribo literalmente ante la imposibilidad de explicarlo:
Recuerdo la quinta vez que participé en el «Niño sabio». Sustituí a Walt unas cuantas veces cuando estaba escayolado. ¿Te acuerdas de cuando estuvo escayolado? El caso es que empecé a protestar una noche, antes de la emisión. Seymour me había dicho que me limpiara los zapatos justo cuando salía por la puerta con Waker. Me puse furioso. El público del estudio era cretino, el locutor era un cretino, los patrocinadores también eran unos cretinos, y a mí no me daba la real gana de limpiarme los zapatos para ellos, le contesté a Seymour. Le dije que además no podían verlos. El replicó que de todas formas me los limpiara. Que lo hiciera por la Señora Gorda. Yo no sabía de qué rayos me estaba hablando, pero puso esa cara típica de Seymour, y le obedecí. Nunca llegó a explicarme quién era la Señora Gorda, pero, desde entonces, yo me limpiaba los zapatos cada vez que iba a la radio; en todos los años en que tú y yo estuvimos juntos en el programa, si te acuerdas, creo que no se me olvidó hacerlo más que un par de veces. En mi mente se formó una imagen terriblemente clara de la Señora Gorda. Me la imaginaba sentada en un porche todo el santo día espantando moscas, con la radio a todo volumen de la mañana a la noche. Me figuraba que el calor era terrible y que probablemente ella tenía cáncer y... qué se yo. El caso es que tenía clarísimo por qué Seymour quería que me limpiase los zapatos cada vez que iba al programa. Tenía sentido. [...] No importa dónde actúe un actor. Puede ser en compañías de verano, en la radio, en la televisión, o incluso en un maldito teatro de Broadway, con el público más elegante, mejor alimentado y más bronceado que te puedas imaginar. Pero te contaré un terrible secreto... ¿Me escuchas? No hay nadie que no sea la Señora Gorda de Seymour. Y eso incluye a tu profesor Tupper, rica. Y a sus docenas de condenados primos. No hay nadie en ninguna parte que no sea la Señora Gorda de Seymour. ¿No lo sabías? ¿No sabías aún ese maldito secreto? ¿Y no sabes, escúchame ahora, no sabes quien es realmente esa dama gorda...?
¡Ah, hermana! Es el mismo Cristo. El mismo Cristo, hermana.
Todo lo que hagas, hagas lo que hagas, dedícaselo a esa señora gorda que acaba de llegar del trabajo, después de tener un día de mierda, uno de los de siempre, uno de los que cansa el alma y que no difiere en nada de los demás.
Dedícaselo a esa mujer sin esperanzas que se sienta a escucharte o a verte o a leerte.
Porque ahora más que nunca, ese cristo doliente, esa mujer gorda se ha quedado sola...
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