El señor Karmeta hizo un pacto con el diablo. Aunque sería mejor decir que hizo un pacto con un diablillo normalin. Pasa cuando uno no tiene mucho presupuesto para invocaciones y tira adelanta, de caradura, con objetos mágicos de entrecasa. Dispuso sobre el tapete de un pulgoso perro negro un circulo de sal roja con Kanjis(que le daban al asunto alguna seriedad artística), unas velas violetas en trazo pentagrámico (que siempre vienen bien, pero no hacen al caso) y luego de firmar con un poco de sangre que se hizo con un pelapapas, un trapo apergaminado en el que estipulaba clausulas y obligaciones del acuerdo, si se producía el idem, teniendo la precaución de dejar un gran espacio para que firmará el visitante, se metió en calzoncillos dentro del circulo y comenzó a salmodiar con voz monocorde el tema Kasmir, de Led Zepelin (y eso si es un arte), al revés. A los dos días(eternas horas sin comida ni bebida) se presentó a Karmeta el demonio Irulin, capitán de las huestes come mierdas de retretes del último confín del vasto antro que suele conocerse como infierno.
—Vine porque estaba de paso —dijo la aparición—, ¿Qué se te ofrece, galopín?(el demonio era de los primeros en la promoción directa concedida a la inquisición española)
—Quiero que me lleves de orgía en orgia, de juerga en juerga —dijo el señor Karmeta, al borde de la deshidratación— hasta que no pueda sostenerme. Lo he puesto ahí
, por escrito, para que lo firmes.
—Eso esta hecho, chavalín —asintió el demonio—. Sellemos el acuerdo con una buena tortilla de ajos tiernos. Cortesía de la casa.
Comieron. Y esa, dicen, fue la última comida decente del señor Karmeta, que, desde entonces y hasta vaya a saber el diablo cuando, va de orgia en orgia y de juerga en juerga, sin participar.
Es lo que pasa cuando uno hace tratos con material barato, diablos baratos y además redacta de manera confusa.
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